Ocurre que la eficiencia nunca interesó realmente al taylorismo ni a las nuevas doctrinas de gestión de lo público con el que intenta gobernarse la universidad y la investigación. Lo que interesa es el control de los profesores de base, su descualificación a través de las herramientas de apoyo a la docencia. La rapidez con que se dictan y producen lecciones y competencias en la universidad sometida a la descualificación taylorista, no tiene obviamente nada que ver con la búsqueda cooperativa de la verdad entre profesores y estudiantes. Pero que importa si puede exprimirse el bolsillo de los que pagan matrículas de grado y de master como si estas acreditaciones pudieran llegar a substituir por completo la ausencia de conocimiento científico y técnico. El muerto viviente en que se convirtió la academia con la masificación era demasiado frágil e incipiente para que la gobernanza universitaria estuviera al servicio de un sistema productivo que aspirara a la independencia y al desarrollo, en lugar de hacerlo para recrear una economía dependiente, al grito unamuniano de que inventen ellos. El privilegio que la academia reclamaba históricamente: la república de la ciencia de Polanyi, la posibilidad de autogobernarse para dar lo mejor de sí misma en lugar de pasar a los creadores y diseminadores del conocimiento, pasó a las burocracias educativas que ocultan tras el autogobierno su esencial anti-intelectualismo, su disposición a sacrificar el saber al cientismo, al saber aparente. La casta burocrática ha resuelto lavar los trapos sucios en casa, amparar las conductas desleales, y fiar a una representación abstracta del mercado su legitimidad mientras avanza imparable la ignorancia. Esa representación burocrática del mercado no es más que un Frankenstein que requiere de la sumisión del Estado, y la sumisión de la universidad, convirtiendo a ésta en una fábrica de clones incapaces de crear los recursos que han de configurar el futuro de sus profesionales y comprometen el desarrollo social. El control centralizado del acceso a la universidad, el control centralizado del acceso a la investigación y a la docencia es la burla del diablo neoliberal. Tanto que se le llenara la boca a Hayek sobre el peligro que el estado de bienestar puede representar para la libertad, para que aparezca un Estado omnipotente, anti-educativo y anti-bienestar que viene a decir a los profesores qué y cómo tienen que dar sus clases y cuál es la neolengua que tienen que aprender. Todas esas agencias de acreditación y evaluación, todos esos estándares patéticos para entrar en la carrera académica, representan esa clase de soberbia del supuesto saber del Estado que de ningún modo puede encajar con la promoción de ciudadanos responsables, convirtiendo en marginal aquella misión que atribuía a la universidad Ortega y Gasset. En realidad entre la racionalidad instrumental y la racionalidad basada en valores no hay término medio. El propio Weber creía que la jaula de hierro gobernada por burócratas sin espíritu sólo se podía evitar con algunos valores religiosos secularizados. Pero es obvio que el capitalismo es la transmutación de todos los valores y su sometimiento al Gran Interés, la acumulación de riqueza en manos de una minoría de raza superior, los propietarios de facto de las instituciones públicas, los altos funcionarios metidos a políticos que gobiernan todo el sector público. El capitalismo como religión sin dios tiene todos los rituales pero sin la gracia del cristianismo, como diría Stendhal.
En realidad el Gran Interés no es más que el culto a Moloch, un dios inconfesable y mal visto, la pasión de enriquecerse como sustituto y supuesta superación de las demás pasiones. La universidad ha logrado superar la pasión de la curiosidad; ha logrado enfriar todo pasión por el conocimiento y a cambio ofrece una acumulación de créditos como moneda virtual de una pirámide que en este país sólo produce trabajo precario y temporal.