La prensa rosa y los tabloides nacionales se ceban en la tragedia ajena. Su impudicia alcanza hasta el asesinato. Insensibles al dolor de las personas mercadean con la justicia y la violencia siguiendo ese dictado supremo de que la audiencia implica publicidad, y la publicidad negocio. Viven del negocio de la muerte y extienden y rentabilizan el delito. Para mayor escarnio, son osados ahondando las heridas, buscando el detalle, defendiendo la impunidad del delicuente, desvelando las pesquisas policiales y comprometiendo la justicia. La descripción íntima de los detalles y los sucesos forman parte de la violencia que promueven, una violencia que pone en valor las causas con una ignorancia absoluta y culpable del mal. Los medios husmean en las escaramuzas de los delincuentes, en el sufrimiento de las víctimas, buscan los despojos de la muerte, e inquieren a los forenses que acreditarán las causas de una muerte, ese conjunto de sucesos infinitesimales que van desde el último hálito hasta la expiración definitiva. El morbo alimenta el delito, y el negocio de la muerte ajena.

Los muertos claman venganza desde su inexistencia, despojados del derecho a su intimidad son zarandeados por los medios, por las descripciones extensas y pormenorizadas de los segundos que precipitaron el sesgo, el corte, el precipicio, el fin del sueño, para ser sueño eterno. Los medios de comunicación sacralizan la muerte, la convierten en un pleonasmo donde rematan al muerto y más aún si es asesinado y más aún si es violado, troceado, comido o torturado. Los medios adoran la violencia, la ensalzan y la acreditan. Es la propaganda de la violencia, los periodistas no son inocentes, son culpables ante las inermes familias al mancillar el honor y la dignidad de sus muertos.

Las familias se compran, se venden, se subastan; cualquier certeza o especulación forma parte del precio. El reino de los compradores de almas, y las almas inertes retratadas con la última tecnología en el cementerio audiovisual que iguala todos los eventos. Con esa impúdica indignidad de quien retrata eventos iguales, una extensión de la banalidad del mal con locutores y locutoras estúpidamente locuaces hasta la imbecilidad, en un rompecabezas donde los juguetes de la cultura preceden o suceden a la trivialización de los asesinatos. Ya están aquí los juntacadáveres dispuestos a vender sus mortajas como recuerdo del ser no viviente, en una especie de mercadeo alimentado por los púlpitos electrónicos con sus redes dispuestas a tejer la camisa de fuerza tras las que las familias víctimas intentan aletear como moscas atrapadas. Todos muertos, hasta los vivos.

Existe un protocolo para morir, para morir sin sentido, para ser muerto por otro, una diplomacia para que el asesino pueda ser considerado tan inocente como la víctima, tan inocente como un niño sacrificado por Herodes. Vivan los asesinos aunque maten que sin ellos las carnicerías de la caja estulta no tendrían feligreses congregados para celebrar esa eucaristía social donde los muertos viven para revivir a los vivos.

Es la ceremonia, tan tonta, tan profana. Hay muertes tontas, como la de Albert Camus que dos días antes de morir en un accidente de tráfico había declarado que morir en un accidente de tráfico era una manera tonta de morir. Hay muchas muertes estúpidas que no dejan rastro en las audiencias, un tropezón sin más, una equivocación, un descuido, un no se qué. Morir anónimamente es tan plebeyo como morir como un rey, en la cama, en el trono, en el campo cazando por el disparo de tu hermano. Pero no estás aquí para contarlo. Como muerto solo pueden contarlo otros.

La prensa es la confitería de los bollos porque los muertos están en el hoyo pero ay de mí como se te ocurra morir por un accidente violento porque ya los asesinos no matan por placer, solo lo hacen por equivocación, sin desearlo apenas, sin darse cuenta, aunque sean asesinos en serie, como los periodistas que hacen un relato seriado o como los novelistas que a sangre fría restriegan en una novela el arte de matar o cuando los actores matan a otros actores y se ralentiza el charco de sangre, el miembro desmembrado.

Todo requiere un efecto especial, una virtual exhalación, la detención del asesino, la remoción del pasado buscando y volviendo a buscar el cadáver, escondido con maña y con acierto para que las pesquisas no logren dar con el. Los cadáveres se esconden. Son los muertos que no quieren aparecer en foto alguna y que nadie toque sus huesos y que nadie sepa por qué murieron y que solo desean que se les respete a ser tan muertos como los demás, como los que murieron de forma natural. Morir es un derecho hasta de los asesinados. ¿Y para los asesinos? Solo tienen el derecho a ser encarcelados y con las máximas penas que la ley permita y si es posible con las penas que les impida seguir su recorrido a sangre y fuego por la vida, solo dejando patente que nacieron para imprimir dolor social. Como los terroristas. Y los periodistas ejerciendo como sicarios a cuenta del delincuente, juzgando contra la ley, y contra la justicia.

No quiero conocer más de la vida de los otros. No quiero ver la sangre, que no quiero verla. Los otros siempre existen al otro lado de la barrera. No quiero saber como era el muerto, ni el asesino, ni sus familias, ni sus seres queridos, que no, que no quiero saber el detalle y ni siquiera quiero conocer al asesino. El lujo de los asesinos es la carne podrida de los periodistas. Sólo quiero que desaparezcan las no-noticias, y el carácter escabroso del encubridor y el cooperador necesario que vive como hiena de la carroña de la página de sucesos.