La agenda del odio a las mujeres se extiende imparable. No es solo el genocidio sistemático de quienes por su amor, por su deseo, o por ambos, existimos, no es solo la lacra del maltrato, sola la agresión, solo el homicidio y el asesinato de quienes nos han parido. Es también la cultura de las contradicciones sociales, la subversión de la naturaleza humana, la suplantación de la identidad y la expropiación de ese bien hasta ahora inalienable de generación de vida y futuro. La agenda del odio se extiende y prolifera en todas sus formas sacrificando la identidad de la mujer, concibiéndola como un puro órgano reproductivo, un objeto de placer, una expresión pura de género que puede simularse en las pasarelas de la moda, en las pasarelas de las reinonas, y en la transitoriedad del mercado de la carne, de las revistas del corazón y los prostíbulos. La mujer se ha visto sometida siempre al dictado de un agente externo sólo por ser titular única de los derechos de reproducción; su sensibilidad al deseo y al placer se ha mutilado, se mutila todavía, se expropia o regula, que es lo mismo, su decisión de ser madre o abortar, se mutila y amenaza su libertad, se trata como un objeto voluble y caprichoso, emocional e irracional, cuya conducta se ha de controlar. Sea como propiedad para el celotípico patológico, sea como trofeo del macho alfa, sea como objeto del impulsivo irrefrenable que usa de su cuerpo para su masturbación, sea como figurante, la mujer siempre es culpable de incitar, de provocar el deseo de otro, como si su voluntad siempre le fuera ajena. La mujer debe velarse a ojos ajenos para que no sea ella quien decida, quien consienta y desee. ¿Hay mayor agresión que decirle a un ser humano quien tiene que ser, cómo tiene que ser, qué debe hacer, a qué puede aspirar, qué puede pensar y qué puede decir?. Si las hacemos cosquillas, ¿acaso no se ríen?, si las envenenamos, ¿acaso no mueren?. Y si las agraviamos, ¿no deben vengarse?. Si se parecen en todo a todos los seres humanos sobre la tierra, ¿por qué deberían consentir y no parecerse tambien en su disposición a la venganza?.

La mujer ha visto postergado su desarrollo personal, ha visto desaparecer su identidad, ha vivido el desprecio de su talento y su creatividad, y mal sobrevive a un exterminio genocida en un mundo de machos sucedáneos que controlan la exposición y uso de sus cuerpos, el proxeneta de los diseñadores de moda, el proxeneta de los medios de comunicación, el inquilino de su cuerpo y su propietario. El Estado ha fracasado en poner término a esta agenda de odio genocida, en tanto la sociedad y la cultura estimula la conversión de la mujer en pura mercancía, en puro bien de uso y consumo. Existen recursos para acabar con el sujeto impulsivo, con el cliente prostibulario, con el cacique de cuerpos ajenos, con el mercader de órganos, con el traficante de voluntades humanas, con el canalla que invoca el mercado para hacer de un sujeto humano un esclavo o un mercenario al servicio de su voluntad. La mujer no es órgano, ni es virgen, madre, modelo, puta o consorte. Desde la imposible admiración de Yves Saint-Laurent que la concibe como un icono inalcanzable dotada de recursos inverosímiles y extraordinarios, hasta el odio visceral de quien, como Manuel Puig, la concibe como un macho mutilado, la mujer no ha de ser más quien en su delirio falsifica la experiencia de las mujeres reales y las trata como perchas de sus vestidos, narices de sus olfatos, decorados de su representación de género, cuerpos a los que conformar y construir con estéticas ajenas, cuerpos a los que dejar a merced de voluntades esterilizantes que maquillan su ser, envilecen su cuerpo y las transforman con pechos anormales, labios y pómulos artificiales, y caras inexpresivas en el mercado de los champús, el botox, y la cirugia estética. ¡Qué hermosas son las mujeres naturales que experimentan con absoluta libertad todas las expresiones de la voluntad humana! ¡Qué hermoso es experimentar en el cuerpo la madurez de la experiencia, el conocimiento depositado de los años, la brillantez de todos los momentos de peligro, de goce y dolor, que hace sentirnos vivos cada día!

¿Quien se atreve a decir que no es posible acabar con el asesinato y el odio a la mujer?. Existen mecanismos coercitivos suficientes para tratar a asesinos, violadores y abusadores como merecen con penas inextinguibles como se aplicarían a genocidas nazis que dispusieran de un ser humano como un puro objeto a su arbitrio y voluntad. Los agresores no pueden tener los mismos derechos que las personas racionales y libres. Quien decide sobre la vida del otro, quien decide sobre la memoria del otro, no puede tener amparo legal. Un modelo garantista que no garantiza la vida de sus ciudadanos no puede sacrificar la libertad ajena y aguardar a que el delito se verifique. Y existen recursos técnicos para identificar y monitorizar a los agresores y a los sospechosos y atar en la sombra a todo aquel que no merezca disponer de la libertad propia de un ser humano. Existen además herramientas para determinar con anticipación conductas desviadas y comportamientos indeseados. Pero la batalla no se libra sobre los minutos de silencio, las miradas cómplices y asertivas de quienes no han sido víctimas de la barbarie. La batalla se libra en la cultura social de género, en el espacio social, en el consentimiento de las mujeres que no reaccionan a la agresión, y la ignorancia cómplice de quienes asisten a un asedio como si fuera una expresión de la naturaleza humana. No puede tratarse a quien no se comporta como tal, como si de un humano se tratara. Y se libra en la renuncia de cualquier mujer ante otra cuando le dicta quien ser, cómo vestirse, cómo pintarse o cómo hacerse. ¿No se paga un precio exorbitante al destinar a mi cuerpo narcisista el desvelo que requeriría el cultivo de mi inteligencia y el desarrollo de mi conocimiento?.

Resultan ridículas y patéticas las instituciones que nacidas al amparo de los Zerolo de turno sólo sirven para extender la agenda del odio a las mujeres con inverosímiles institutos de la mujer, auténticas instituciones al servicio de la autoinmolación y claudicación femenina. Y ello al amparo de la superchería de las atribuciones inverosímiles del discurso estereotipado del feminismo y el machismo, como si las etiquetas expresaran algún tipo de reflexión y tuvieran por sí mismo fundamento. ¿Puede acaso defender mejor a una mujer quien no ha experimentado el deseo de sucumbir a la libertad de una mujer? ¿Quien ha dicho que el género deba ser anterior a la identidad humana?. ¿Quien dicta que las mujeres deban autoinmolarse al juicio estético de otras mujeres? ¿Quien dicta que exista una única identidad de mujer? Y, ¿quien puede dictar sobre sus deseos humanos o preferencias profesionales como si estas pudieran ser únicas, y sólo resultaran verosímiles o prestigiosas algunas, y no las que responden a sus deseos y decisiones? ¿Quien puede decir que la mujer es máscara, o que la mujer es cuerpo, o que ser mujer exige el cumplimiento y satisfacción de todas las estereotipias sociales de género?. ¿Y quien puede renunciar a que otro ser humano responda al designio de su propia libertad?. ¿No es éste acaso un derecho fundamental de cualquier persona? ¿Y no es mas gozoso hablar con quien puede negarse a hacerlo?.

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