Hace más años de los que Matusalén tuvo, que engendró sus hijos a partir de los 187 de existencia, una circunstancia comprensible si al intelecto se le convence de que alcanzó los 969 en vida. Los huecos bíblicos se cubrían alargando los años. Toda la memoria humana del Génesis no supera los quince mil años, y la religión cristiana gozaba todavía de salud sin más que haber jugado con ese oscuro objeto de deseo de inmortalidad, la longevidad y el negocio del cuerpo. El cuerpo vuelve a estar de moda. Pero de otro modo.
Hasta muy recientes fechas, el cuerpo humano ha sido algo perenne, a recobrar tras la muerte, en su forma mundana o gloriosa, no mudable salvo accidente y resucitado como fuere concebido. El cuerpo humano era sagrado. Desde ese instante debería depender el resto, incluso la inmortalidad. Si uno era feo, mala suerte, si era manco, peor suerte, si naciera tuerto o con ojo revirado, ya estaba uno condenado a ser mal mirado. En cualquier caso, fuera cualquiera la suerte inicial, el cuerpo malparido podía presentar toda clase de virtudes sin que tales virtudes dependieran de la forma, del odre en el que reside el intelecto, como si ese cuerpo fuera un cuenco del pensamiento donde tomara cuerpo el cuerpo social. Y ahora como el alma ha perdido ese capital, todos los defectos emergen y la promesa divina de un cuerpo glorioso se desvanece. Y todas las diferencias emergen al haber perdido el alma su naturaleza universal, preexistente y futura. Después de todo, no recordamos a una persona por el cuerpo que tuvieron, sino por el alma. Nos interesaba mas la sonrisa que la mueca. Las imágenes de aquella persona desaparecida cobraba aliento solo como indicio de la persona quien fue.
Viene al caso esta reflexión al observar que se ha instaurado la ideología del cuerpo social como raza, como nacionalidad o como tribu. No se sabe si el transgénero precedió a la transpolítica o viceversa. Se trata de exterminar al ser humano, para convertirlo en eso, en un cuerpo sin más, en un pellejo lleno de huesos y grasas, y conductos por donde circulan los fluidos, por los intestinos, y sus detritos, y por el hígado. Es el cuerpo de los mercaderes, de los traficantes de órganos, de los traficantes de humanos menesterosos que ocupan el tiempo de ocio y el divertimento en la entrepierna, de lo que cuelga o de lo que no cuelga. Al perderse el alma, el cuerpo ha quedado a la intemperie, tan miserable y abyecto como para que nunca aparezca vestido de espiritualidad, de valor. El cuerpo ha dejado de ser sagrado, y a nadie le espera su cuerpo triunfante en la resurrección. Es el cuerpo quien ha venido a ser machista o antimachista, o feminista liberal, o modo del transgénero transcortical.
El sexo va y viene, a cuento y a desempeño de su historia. Ni siquiera busca ser brillante, porque de lo brillante ya hablan los vidrios y del sexo si se le quita o se le pierde solo queda el género. ¿Existen humanos todavía?. En ese lugar que ocupan los estultos en la galería de la historia en la que se ha convertido el Congreso hay anaqueles donde se sientan aquellos que por simples se nominan en presente plural del gregario verbo del poder.
Por poder, se puede, cortar lo que sobra y añadir lo que falta, bien mediante tijeras de podar miembros, bien por añadir la carne que le sobra a otro que la perdió o la donó a una onegé de esas que comercian con cuerpos humanos. Son los miembros, apenas una muestra del hembrismo y el machismo que engendran, no como aquel Matusalén que hizo a sus hijos y que hizo a muchos, son los miembros que conciben a los humanos como cuerpos, como mercancías de servicio, prestamistas de úteros ajenos, comerciantes de niños en el mercado para padecer emociones o para comerciar órganos, esos mismos niños que hacían compasivo a Hitler, cuerpos para sus perversiones, cuerpos prestados para satisfacer su aburrimiento. La ley de protección de datos evita conocer quienes en una red de delincuentes cultivan su pederastia o practican el adulterio y el menage a trois. Los señores y señoras diputadas que hasta hace poco tenían hijos los esconden en sus actuales declaraciones no siendo que les acusen de heterosexuales.
Ahora los hijos se tienen por el arte de hacer objetos, al igual que ese feminismo radical que ha convertido al hombre en objeto intercambiable por un perro o por cualquier objeto animado o desanimado. No existe sexo, solo acoso, no hay cortejo sino contrato mutuo de pasatiempo, no hay palabras de alabanza, sino insultos, no hay interrogantes ni miradas, porque todas sin excepción son lascivas, porque al referirnos al sexo, no hablamos del mismo, sino del género, del transgénero, del pangénero y las otras variantes del supermercado, incluyendo el género fluido.
Los hijos se tienen para que estos mercaderes del templo los conviertan en cuerpos, para que ejerzan de efebos, para que queden a merced de una cultura bastarda de la castración. Ya no se requiere consentimiento parental para que el hijo se corte el rabo y acuda a una clínica con los ahorros de la paga semanal para añadirse un badajo a la campana, o para extirparse la campana misma. Los titulares del derecho a la integridad física son ahora los diputados y diputadas de Podemos, las hembras indigentes de Ciudadanos que declaran su hembrismo o los cínicos que invocan la conservación de la naturaleza, contribuyendo a su destrucción. ¿Es posible que alguien decida por quien ostenta la titularidad de sus derechos sin tenerlos? A rebato tocan en el Congreso porque en esa inmadura edad de 16 años cualquiera pueda acudir a un quirófano, como quien se añade un anillo al ombligo para mirárselo o para sentirse singular toma su cuerpo como un lienzo en el que llevar la bandera de su identidad. Cualquiera puede acudir a la clínica y elegir el género, no ya el sexo, agrandarlo con cobre y plata y estirarlo a conveniencia con hidráulicos procedimientos si lo considera pequeño y, si fuera el caso acortarlo si le molesta hasta convertirlo en un agujero y crear su correspondiente cavidad.